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jueves, 16 de octubre de 2014

LA JUSTICIA ESCARLATA.




Es el rasgo bastardo que en todos habita y nadie gusta reconocer, con clausula de comodín, escondido en el bolsillo interior de nuestro sano juicio. Vegeta en un resorte a la espera de sufrir un suceso que el propio sentido común no pueda asimilar.

De compinche con la ira, se apoderan de nuestras cabezas clamando
la justicia de sangre; una única vara de medir saciada del dolor que no se quiere apadrinar y poseída por el mismísimo Rey Salomón. Rápida, dolorosa y tajante. 

Y cada vez más común entre las razas de sangre caliente, estirando el gráfico de modernización cultural hasta rozar el Medievo. Porque lo que se vive no encaja y escuece la herida. 



Los ejemplos de civilización obsoleta siguen dando, a su manera, una lección sobre ciertos rasgos de humanidad que hemos querido perder. A pesar de su evidente atraso, en ocasiones nos siguen adelantando por el carril derecho, mostrando el reflejo de la injusticia con nombre propio. Nosotros, los civilizados, miramos por encima del hombro fingiendo un horror demasiado familiar. 



Y solo hay que esperar a verse acorralado y desesperado para ver que apenas hay diferencias. La sangre manda. Impera su calor por vena en un circuito radiante que nos hacen ser ollas exprés andantes. Los consejos se ensordecen, la empatía se suicida y el puño junto con la mandíbula se aprieta hasta emblanquecer la piel... ya está. Al llegar a este punto sin retorno no sabemos ser nada más que animales con “vendettas”, y no sabremos parar hasta arrasar como la onda expansiva de Hiroshima.


Por eso no hay tanta diferencia entre nosotros; yo arriesgaría a decir que ninguna. Somos iguales ante la incompetencia de la ley y el orden establecido. Iguales que los chacales defendiendo sus crías. Igual que cualquier ser vivo de sangre caliente cuando ve pender de un hilo a todos los responsables de dar sentido a su vida cada día.


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