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viernes, 24 de abril de 2015

OIDOS SORDOS.

 
 
 
 
 
 
Amanecía en la aldea. Un horizonte luminiscente activaba a los animales de granja que parecían estar programados como despertadores. En la última casa, al lado de la desembocadura del río no les iba a pillar desprevenidos; tiempo antes ya estaban sus ocupantes activos. El señor Torremocha y su perro Tranchete, son los habitantes de la aldea responsables de abastecerla de leña para el frío invierno. Sus labores, acumular tal remesa de troncos para que los 94 habitantes solventen los meses más fríos.

Conforme iban llegando los aires mas gélidos todos los aldeanos visitaban al Sr. Torremocha para pedir su leña con antelación, y de buena mañana, pues desde hacía unos días marchaba bosque adentro con Tranchete y hasta el medio día no volvían. Siempre cargados de plantas, hongos y demás materias que la madre naturaleza les proveía; Torremocha era un experto en haberes "herbolarios" y junto a Tranchete, gran buscador, no había hierba que se resistiera.
Dicha aldea era famosa por ser la única en el mundo que albergaba la mayor colección de silbatos artesanales, una tradición ancestral que todos los aldeanos creaban orgullosos como si de un dogma se tratase.

Una semana al año, se festejaba una peculiar cabalgata musical donde todos recorrían el trayecto del río que atraviesa la aldea, para acabar en el límite del caudal tocando una peculiar melodía compuesta por un centenar de silbatos.

La fiesta estaba cerca, en unos días tendría que estar todo preparado.

Algunos rezagados buscaban todavía al Sr. Torremocha para pedirle la madera especial de la cual se elaboraban los silbatos, una madera que solo él y Tranchete conocían. Toda la aldea dependía de él para tallar cada año esos silbatos que componían la festividad.

El día antes del acontecimiento el Sr. Torremocha repartió toda la madera con fin artesanal, todos tallaban sus silbatos y esperaban con júbilo el festejo.
Justo la noche antes el Sr. Torremocha junto a Tranchete se adentraban en el bosque para pasar las fiestas lo más lejos posible, no eran muy amantes del festejo y el pobre Tranchete vivía un infierno de sonidos agudos de lo más doloroso y desagradable. Como acostumbraba, dejaba un mensaje en la plaza del pueblo exponiendo su malestar el cual año tras año pasaba desapercibido en la ignorancia del pueblo, incluso siendo parte indispensable para su celebración.
Un frío amanecer cayó sobre la aldea, con aire festivo, pero en contra de la pura tradición todos sus habitantes se encontraban algo mareados, como si de una pandemia de apatía se hubiese desatado. Tras avanzar el día y empezar los festejos todo fue discurriendo con puntualidad; adornaron la plaza del pueblo, se celebró una comida en ella y pasaron una sobremesa de juegos y licores en honor a su tradición. Ya entrada la noche, se dispusieron a realizar la procesión donde recorrían toda la aldea para acabar en la desembocadura, con sus silbatos preparados y sus melodías ancestrales. Un sin fin de musicalidad que resonó por toda la comarca hasta que se fue apagando al llegar la madrugada.

A la mañana siguiente amaneció la aldea vacía, como si todos los habitantes se los hubiese tragado la tierra. Aquel lugar se convirtió en un pueblo fantasma y nunca se volvió a ver habitantes allí. Decenas de casas deshabitadas acumulando polvo en una estampa congelada, como si en cualquier momento fueran a aparecer todos sus habitantes...

Años después, un marchante que viajaba por la zona llegó hasta la aldea. Asombrado por su silencio, fue recorriendo todas y cada una de las callejuelas hasta que la inercia le hizo llegar a la plaza central. Allí, con el aspecto del azote de las condiciones meteorológicas, se podía ver un despliegue de mesas con todo el resto de un gran banquete. Vacío de vida e inerte.

Aquel marchante, impactado por la imagen, se acercó observando toda aquella estampa sin sentido. Justo en el medio de la plaza, clavado a un mástil representativo de la aldea había un pergamino bajo una pequeña techada que parecía iluminarse sobre toda la plaza. Se acerco atraído por su semblante y escrito en él pudo leer estas palabras:

《Soy el Sr. Torremocha. Imploro otro año más la posibilidad de poder trasladar la fiesta de los silbatos lejos de mi casa.

Como todos ya conocéis tengo cierta sensibilidad auditiva, al igual que Tranchete por su condición de perro, y sufrimos bastante cada año haciéndonos huir de la aldea y pasando la noche al raso en el bosque. Teniendo en cuenta que ya son más de diez años de sufrimiento, es una situación insostenible con la dedicación total de mi trabajo por todos vosotros. Por proporcionar las maderas que necesitáis y sobre todo por la completa ignorancia a mi petición de cambio año tras año.

Pues bien, he querido una última oportunidad en mi interminable paciencia de vuestro cambio. De vuestro egoísmo.

Toda la madera que me habéis pedido va impregnada de un ungüento que al tallarla absorberéis un tóxico. Tiene una duración estimada de dos días su efecto.
Si leéis esto y hacéis caso a mi petición estaré encantado de proporcionar el antídoto a todos y bendecir el festejo que tantos años Tranchete y yo nos hemos visto perjudicados.

Si por el contrario volvéis a ignorarme, acabareis desorientados al hiperventilar con los silbatos y caeréis, junto a mi morada, arrastrados río abajo por la crecida que cada año inunda el lugar del fin de fiesta.

Como de costumbre estoy en el bosque si queréis buscarme.

                                                                                                                         Fdo. Sr. Torremocha.
Felices fiestas.》

Aquel marchante, desencajado y sorprendido, corrió atravesando la aldea en busca de la casa del Sr. Torremocha. Allí no había nadie.
En el porche, junto a la puerta principal, había cientos de botecitos con un líquido y un maltrecho cartel donde se podía leer: ANTÍDOTO.

En un intento de asimilar el suceso, el marchante esbozó media sonrisa y en voz tenue dijo entre dientes "por primera vez, cambiaría el refrán de A Palabras Necias por Palabras Desesperadas..."

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