Posee un fenómeno atmosférico caprichoso, capaz de encapotar
los cielos sobre ti y descargar toda la tormenta en segundos. Tiene ese olor
metálico a sangre fresca, al menos de corte superficial salvo ocasiones en las
que puede salpicarte coagulada. Tiene perfume a odio con trazos de envidia y un
fondo de armario teatral, digno del reparto de Hamlet, donde las máscaras
venecianas son el atrezo indispensable. Es un lugar... un lugar más crudo que
la arena del coliseo, gobernada por diablos con piel de caciques expertos en la
tortura y la humillación. Donde nadie perdona y todo vale. Donde los principios
morales y la integridad quedan incautados en las puertas.
No me estoy refiriendo a la frontera de Gaza y Cisjordania y
mucho menos al mismísimo Infierno de Dante.
Estoy hablando del trabajo.
Un lugar hoy en día en el que solo sobreviven los mejores
mercenarios y aquellos que carecen de papilas gustativas para comer culo sin
vomitar. Bendito trabajo, castigo de Dioses; secuestrados en las plantaciones
de algodón del futuro para nutrir con el tuétano de nuestros huesos el limbo
terrenal al que llamamos INEM, un lugar donde todos los vencidos en estado
comatoso esperan a morir o a tener revancha. Una revancha convertida en utopía
cuanto más de ellos crecen en número.
Trabajo, la secta social huérfana del padre del consumismo y
la madre del socialismo utilizado como arma arrojadiza en su propia batalla,
siendo causa perdida o proyecto de "hermano mayor". Una vez dentro
nunca sabes si hoy será tu último día, ese día donde tu cuello será rasgado por
la espada de Damocles, vendida al mejor postor empresarial con la bendición de
los dioses del Palacio de Congresos.
Ya no hay credo ni trofeo, ya no hay juicio de valor. Solo
un dedo a azar será verdugo para crecer la estadística de carne trémula. Solo
queda ser más que hoy y superar la criba del destierro. Y esperar el diluvio
que arrase sus cimientos, pues otra forma de trabajar siempre es y será
posible.
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