Recuerdo un acercamiento familiar en vaso de Duralex,
amontonados a granel en mesitas camilla. Calles con apenas tres coches
amenizados por los berridos de las amas de casa que se descolgaban por la
ventana de la cocina.
Recuerdo la gran revolución futurista de televisores
coloreados de libertad democrática, con la peineta de Bony's y Tigretones,
retransmitiendo en directo la misa del gallo para deleite y asombro de los
viejos, que acababan de superar el funcionamiento de la radio.
Emocionados con la vanguardia sin saber lo que significa,
preocupados de igualdades sociales enfurruñadas con estereotipos de anuncio de
detergente.
Disputando combates generacionales enfrentando a Mecano con
La Piquer, y desterrando del Walkman al cantautor para ceder el sitio a los
acústicos locos de un "like a virgin" o un "Billy Jean".
Y como meta idealizada soñábamos con el estilo de vida
americana que había secuestrado la parrilla televisiva. Una ola de glamour en
cinemascope que nos sedujo y obligó a los Pajares y Estesos a buscar un hueco
en la TV2.
Recuerdo las calles desiertas al medio día por respeto
sepulcral a la siesta, los domingos de parroquia y de pasar las tardes
entretenidos con Cinexin.
Recuerdos de un pasado entrañable que está borroso de nuevas
eras.
Eras olvidadas cual relación amorosa que pasa por varios
engaños y pierde su encanto.
Encanto de coexistir
la tradición más arraigada junto al neón y la humedad de Nueve Semanas y media,
con la libertad de tener todo por ver y grabarlo en la memoria.
Memoria taquigrafiada a base de flashes con Espinetes,
Michael Night's y esa horda de hombreras que secuestraron las blusas de
nuestras madres.
Madres absortas en sobrealimentarnos con “petit suises y
ceregumil”, algo que hizo reaparecer a los niños gordos en la península.
Península que abrazó
una época de arranque y despertar que nos hizo ver que no estabamos aislados
del mundo.
Mundo que ajeno a lo
que un día fue España nos regaló una época que, con Sabrina y su pecho como capitana,
descorchamos un ciclo mágico coronando una década inolvidable para el club de
los treinta y tantos...
Treinta y tantos años han pasado ya desde que un día naciera
esa pincelada de despertar en el tiempo que marcara las generaciones de los
hijos de posguerra; con un porvenir que idealizamos, que hoy por hoy vivimos y
de vez en cuando ensoñamos lo que pudo ser. Lo que se imaginaba uno, lleno de
rodilleras y coderas, en el colegio jugando a los colorines con la
vestimenta... por supuesto me estoy refiriendo a la época de los ochenta.
Una veta en el listón temporal que cambió el prisma con el
que mirar, en un movimiento tsunami que nos arrasó a todos hermanando una
evolución, casi obligatoria, en la que tuvimos la oportunidad de sentir las
mismas cosas que cualquier otro ser humano. Un momento donde la información
dejó de ser privilegio para ser una obligación. Con soberbia y ambición fuimos
un proyecto digno de observar. Con el arte, la cultura y la investigación como
pilares solventes se creó un titán que asociado a nuestro desarrollo prometía
tocar techo como civilización. Repletos de bandas sonoras para cada ocasión y
en pleno baby boom de musas atemporales, quisimos tener un mundo de película
donde sus créditos fuesen el vademecum de la evolución de las especies.
Bueno, en eso se
quedó, en millones de ideas que quisieron ser proyectos. En unos años cargados
de nostalgia para los que fuimos partícipes de ella. En la gran década que pudo
ser…
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